"Crisis, caos, desconcierto, incertidumbre", éstas fueron las primeras manifestaciones que trascendieron ayer entre la clase política europea a medida que iba tomando cuerpo el rechazo del Tratado de Lisboa por los irlandeses. El proyecto europeo volvió ayer a naufragar, esta vez, de la mano de Irlanda, el único país que se atrevió a consultar a sus ciudadanos el texto que sustituía y recogía la sustancia de la Constitución.
El nuevo fracaso institucional europeo supone una seria pérdida de confianza con múltiples y dramáticas derivadas: agrieta la imagen de unidad, cuya necesidad tanto invocan los líderes europeos en sus relaciones internacionales; reabre el debate sobre el fondo del proyecto de europeo con la eclosión de las conocidas críticas como la vaciedad y falta de concreción de las propuestas comunitarias; acentúa la sensación de déficit democrático y, sobre todo, de ausencia de sensibilidad social ante los problemas reales de los ciudadanos en plena crisis económica.
A pesar del tropiezo, la Unión seguirá funcionando como lo viene haciendo desde 2001, pero con las herramientas del Tratado de Niza, muy farragosas para un club de 27 Estados. Aunque el valor del euro sufrió un traspié tras la consulta irlandesa, no fue preocupante, lo que demuestra que la crisis se circunscribe al ámbito institucional. Las ventajas del nuevo tratado, mayor facilidad en la toma de decisiones y más visibilidad y poder en política exterior, quedan aparcadas. También se pospone el nombramiento del presidente de la Unión y el reforzamiento del representante exterior.
La propuesta conjunta lanzada a media tarde de ayer por la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Nicolas Sarkozy, que propugna que "los otros Estados miembros prosigan el proceso de ratificación", se interpretó más como una precipitada huida hacia delante que la voluntad de admitir el calado de la derrota y reflexionar sobre alternativas posibles. El tratado está pendiente de ratificación en Reino Unido, Italia, República Checa, Bélgica, España, Chipre, Suecia y Holanda.
Con el semblante demudado, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, compareció ante los medios para negar cualquier responsabilidad en el resultado del referéndum irlandés, alegando que "las autoridades irlandesas no quisieron que la Comisión participara en la batalla porque era una cuestión nacional". Barroso apoyó la iniciativa franco-alemana de continuar la ratificación "porque los demás países también tienen derecho a opinar". El dirigente europeo negó lo evidente al afirmar que "el tratado no está muerto... sigue vivo", y pasó la patata caliente a "los 27 Gobiernos que decidieron firmar el Tratado de Lisboa y tienen la responsabilidad común de afrontar la situación".
La búsqueda de soluciones a la crisis será el tema dominante de la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno los próximos 19 y 20 de junio en Bruselas. Una tarea difícil cuando muchos líderes habían subrayado que "no había plan B". La continuación de las ratificaciones, si es que realmente se produce por parte de los ocho países restantes, tampoco resuelve la cuestión de fondo, que es la de saber qué pasa con Irlanda. De momento, Dublín ha manifestado que no repetirá la consulta. Tampoco está en el ánimo de los líderes europeos dejar a "los amigos irlandeses" descolgados del proyecto europeo y abrir la puerta a una Europa a dos velocidades.
El escenario es especialmente difícil para Francia, que el 1 de julio asume la presidencia de la Unión. El primer ministro, François Fillon, había adelantado que si el resultado era no en Irlanda, "no habría Tratado de Lisboa". La reforma del texto no está ahora en la mente de nadie.